Lector 1:
Hay días en que miro atrás y descubro que voy acumulando recuerdos. Y si esto pasa cuando uno es joven, qué no será a los ochenta...
Supongo que en cierta medida empezamos a ser adultos cuando podemos mirar atrás, y vamos teniendo memorias; empezamos a sentir que hay heridas (unas bien cicatrizadas, otras que aún escuecen); que hay situaciones joviales que, al evocarse, no pueden menos que suscitar una sonrisa; que hay rostros que en algún momento fueron tan cercanos y ahora se desdibujan un poco, pero aún me hacen vibrar. Entonces palabras como gratitud, arrepentimiento, olvido, nostalgia, madurez, historia, empiezan a cobrar sentido...
Es hermoso este tiempo en el que los recuerdos aún no pesan, pero ya son reales. Es muy hermoso el saber que uno va cargando las maletas con un equipaje que incluye nombres, abrazos, errores, lecciones, perdones, fracasos y éxitos, caricias, opciones, luchas, oraciones, dudas, pequeñas historias que van entretejiendo una historia grande. Es hermoso saber que en mi vida hay todavía tanto por escribir, y al tiempo empieza a haber algo ya escrito, que me convierte en quien soy, una persona única, distinta, especial, con mis virtudes y mis defectos, mis manías y mis encantos, parte de mi mundo grande.
Lector 2:
“Los justos se alegran, se regocijan y saltan de júbilo pensando en la Providencia y Bondad de Dios” (Salmos 32,33).
Lector:
Cómo no estar felices si ya tenemos un capítulo del libro de nuestra vida acabado. Cómo no estar felices si tomamos consciencia de que podemos iniciar otro capítulo en el que previamente tenemos trazado un esquema de ruta… Pues como el salmista que acabamos de recitar “saltamos de júbilo”, de alegría, porque confiamos en la bondad de Dios en nuestras vidas. Felices porque hemos descubierto que María, nuestra Madre del cielo es una realidad que nos anima cada día; que nos acompaña en nuestro caminar.
(tiempo de silencio y reflexión)
Agradecidos a María por su acompañamiento a cada uno de nosotros a lo largo de estos años de vida le recitamos juntos nuestra consagración:
Divina Pastora, Madre mía,
Yo hijo tuyo me ofrezco a ti
y te consagro para siempre
todo lo que me queda de vida.
Mi cuerpo con todas sus miserias,
mi alma con todas sus flaquezas,
mi corazón con todos sus afectos y deseos.
Todas mis oraciones, trabajos, amores,
sufrimientos y combates;
en especial mi muerte con todo lo que le acompañe,
mis últimos dolores y mi última agonía
madre, acuérdate de este tu hijo
y de la consagración que te hace
Y si yo, vencido por el desaliento y la tristeza
Llegara alguna vez, a olvidarme de ti,
Te pido por el amor que tienes a Jesús
Me protejas como hijo tuyo
Hasta que esté contigo en el cielo. Amén