Cuando murieron sus padres, Antonio tenía veinte años, y quedó él solo con su única hermana, pequeña aún, teniendo que encargarse de la casa y del cuidado de su hermana.
Habían
transcurrido apenas seis meses de la muerte de sus padres, cuando un día en que
se dirigía, según costumbre, a la iglesia, iba pensando en su interior «los
apóstoles lo habían
dejado todo para seguir al Salvador, y cómo, según narran
los Hechos de los apóstoles, muchos vendían sus posesiones y ponían el precio
de venta a los pies de los apóstoles para que lo repartieran entre los pobres;
pensaba también en la magnitud de la esperanza que para éstos estaba reservada
en el cielo; imbuido de estos pensamientos, entró en la iglesia, y dio la
casualidad de que en aquel momento estaban leyendo aquellas palabras del Señor
en el Evangelio:
Si quieres
llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así
tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo».
Entonces
Antonio, como si Dios le hubiese infundido el recuerdo de lo que habían hecho
los santos y con aquellas palabras hubiesen sido leídas especialmente para él,
salió en seguida de la iglesia e hizo donación a los aldeanos de las posesiones
heredadas de sus padres (tenía trescientas parcelas fértiles y muy hermosas),
con el fin de evitar toda inquietud para sí y para su hermana. Vendió también
todos sus bienes muebles y repartió entre los pobres la considerable cantidad
resultante de esta venta, reservando sólo una pequeña parte para su hermana.
Habiendo
vuelto a entrar en la iglesia, oyó aquellas palabras del Señor en el Evangelio:
«No os agobiéis por el mañana».
Encomendó su
hermana a unas vírgenes que él sabía eran de confianza y cuidó de que recibiese
una conveniente educación; en cuanto a él, a partir de entonces, libre ya de
cuidados ajenos, emprendió en frente de su misma casa una vida de ascetismo y
de intensa mortificación.
Trabajaba
con sus propias manos, ya que conocía aquella afirmación de la Escritura: El
que no trabaja que no coma; lo que ganaba con su trabajo lo destinaba
parte a su propio sustento, parte a los pobres.
Oraba con
mucha frecuencia, ya que había aprendido que es necesario retirarse para ser
constantes en orar
Organizó comunidades
de oración y trabajo. Prefirió retirarse al desierto. Allí logró
conciliar la vida solitaria con la dirección de un monasterio. Viajó a
Alejandría para apoyar la fe católica ante la herejía arriana.
Tuvo muchos
discípulos; trabajó en favor de la Iglesia, confortando a los confesores de la
fe durante la persecución de Diocleciano, y apoyando a san Atanasio en sus
luchas contra los arrianos.
Una
colección de anécdotas, conocida como "apotegmas" demuestra su
espiritualidad evangélica clara e incisiva.
Todos los
habitantes del lugar, y todos los hombres honrados, cuya compañía frecuentaba,
al ver su conducta, lo llamaban amigo de Dios; y todos lo amaban como a un hijo
o como a un hermano.
Patrón de tejedores de cestos, fabricantes
de pinceles, cementerios, carniceros, animales domésticos. Honrado por multitudes de
creyentes. Nosotros hoy también le honramos con nuestra oración
Recitamos juntos:
Señor y Dios
nuestro, que llamaste al desierto a san Antonio, abad, para que te sirviera con
una vida santa, concédenos, por su intercesión, que sepamos negarnos a nosotros
mismos para amarte a ti siempre sobre todas las cosas. Por nuestro Señor
Jesucristo.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo ...